Un puente entre dos épocas

Angela Merkel fue electa canciller en un mundo complejo y pleno de certezas. Se va cuando ese mundo es diferente, pero ha podido guiar a su país a través de esa difícil transición con éxito.

Por Juan Carlos Sánchez Arnau.


Dr. Juan Carlos Sánchez Arnau, es Economista, Doctorado en una Universidad Suiza y Diplomático de carrera. Se ha desempeñado como Embajador de la Nación Argentina en varios países. Fue Subsecretario en la Cancillería y en el Ministerio de Economía. Director del departamento de Economía de la Fundación Encuentro.

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Angela Merkel es Canciller de Alemania desde  noviembre de 2005 y lo seguirá siendo por los próximos meses, hasta que se forme el nuevo gobierno. Ella misma llegó a ese cargo después de que su partido (la Democracia Cristiana: UCD-USC) derrotara por escaso margen (35,17% de los votos contra 34,25%) al hasta entonces gobernante Partido Social Demócrata (PSD) conducido por Gerard Schroder, y a sus aliados de entonces, el Partido Verde.

Las negociaciones para formar un nuevo gobierno fueron largas y difíciles. Finalmente se acordó la formación de una «Gran Coalición» integrada por los dos principales partidos.

Este nuevo gobierno alemán surgió en el momento más alto del «mundo unipolar», con el claro predominio del poder político, estratégico y económico de los Estados Unidos, y a pesar de la discutida presidencia de George W. Bush, que venía de demostrar su ineptitud en el manejo de la catástrofe del huracán «Katrina». La implosión de la Unión Soviética, el éxito de la reunificación de Alemania, la ampliación de la Unión Europea con la integración de casi todos los países que habían formado parte del «Pacto de Varsovia», el triunfo de Julia Timochenko en Ucrania, y hasta la elección de un Papa alemán después de otro polaco, le daban a Europa (y especialmente a una Europa liderada por Alemania) una imagen de unidad y fortaleza hasta entonces desconocida.

Y ello, a pesar del reciente rechazo de la Constitución Europea y de las dificultades del Euro para afirmarse como la moneda común.

Esa imagen se veía fortalecida por la debilidad que presentaba la Federación de Rusia que, si bien ya estaba bajo el control creciente de Vladimir Putin, aún permanecía envuelta en el conflicto de Chechenia y en los primeros enfrentamientos entre el poder político y los «oligarcas rusos» surgidos durante la acelerada «construcción del capitalismo» bajo Boris Yeltsin.

China, por su parte, ya en plena prosperidad, todavía no había puesto en evidencia sus grandes aspiraciones de supremacía económica y estratégica.

Era, además, el mundo de la «globalización», caracterizado por una de las mayores expansiones de la economía y el comercio internacionales, basada en el surgimiento de las nuevas tecnologías y en un conjunto de instituciones que facilitaron su expansión a escala global.

Sin embargo, el éxito de la Democracia Cristiana en el 2005 fue producto de los serios problemas internos que enfrentaba Alemania: el crecimiento del producto en ese año fue nulo y el desempleo había llegado al 11,5% de la población activa.

Además, la sociedad alemana estaba entre aquellas que se colocaban a la vanguardia de la lucha contra el nuevo flagelo: el cambio climático y el deterioro del medio ambiente. En ambos terrenos, el económico y el del medio ambiente, las políticas llevadas adelante por el nuevo gobierno fueron exitosas, pero no lo suficiente.

Por eso, en las elecciones del 2008, en plena crisis financiera, el partido de Merkel sufrió una pérdida marginal de votantes, pero los socialdemócratas, que preconizaban políticas de mayor expansión, fueron duramente castigados y en el gobierno que se formó a continuación fueron reemplazados por el Partido Liberal, bajo un acuerdo que ponía un límite estricto a las posibilidades de endeudamiento del Gobierno federal y de los Lander.

El éxito de estas políticas fue tal que en la siguiente elección, en el 2013, la Democracia Cristiana llegó al 41,54% de los votos, esencialmente a costa de los liberales y, en menor medida de los verdes. Ese porcentaje no le alcanzó para formar gobierno de modo que se repitió la «Gran Coalición» con el SPD, que había obtenido solo el 25,73% de los votos.

Esta coalición se repitió después de la elección siguiente en 2017, siempre con Merkel como canciller. Esta vez, sin embargo, la negociación fue larga y difícil. Los dos grandes partidos habían perdido buena parte de sus votos que se habían repartido entre las otras fuerzas políticas: los «demócratas» (de extrema derecha), los liberales y la izquierda (Die Linke).

Los dirigentes del SPD temían cargar con las consecuencias de la continuidad de la política de austeridad y de limitación a la inmigración (especialmente a consecuencia de los refugiados sirios e irakíes). Cinco meses después de las elecciones, los dos grandes partidos llegaron a un acuerdo programático basado en un cierto aumento del gasto público y del presupuesto de la Unión Europea y en una política ligeramente más estricta en materia de inmigración. El vicecanciller y Ministro de Finanzas de este Gobierno fue (y todavía es) el exalcalde de Hamburgo y ahora líder del SPD, Olaf Scholz.

Durante estos 16 años en que Merkel estuvo al frente de la Cancillería alemana, el mundo atravesó grandes conflictos: Georgia y Abjasia-Osetia, Ucrania y Crimea, las primaveras árabes, el surgimiento y destrucción del Califato, las guerras civiles en Siria y en Irak, las crisis nucleares con Irán y con Corea del Norte, la expansión del Islam radical en Africa del Oeste y Central, la guerra civil y el surgimiento de Sudan del Sur, la tensión en el Mar del Sur de la China, las interminables guerras en Libia, Yemen y Afganistán, la penetración iraní en Líbano y la mayor radicalización en Palestina.

Agreguemos a ello las dificultades del «mundo occidental» para salir de la crisis financiera de 2008/2009, y en particular en Europa los problemas confrontados por Grecia, Portugal, España e Italia (y en menor medida por Irlanda), más la interminable saga del «Brexit». Y para cerrar el ciclo: la pandemia.

El resultado es un mundo totalmente distinto al que conoció Merkel cuando llegó a la Cancillería.

La supremacía de los Estados Unidos hoy está en discusión como producto del ascenso de China y de sus aspiraciones económicas y geopolíticas, del impacto que tuvieron las políticas seguidas por la Administración Trump sobre las instituciones y las normas sobre las que surgió la «globalización» y los diversos cambios que se han producido en la escena mundial (más allá de los conflictos en curso antes mencionados): la aparición de Rusia como un factor de disrupción en Europa y en Medio Oriente, el vuelco de Turquía hacia un cierto fundamentalismo y su alejamiento de la OTAN, los acuerdos de Israel con varios países islámicos y el regreso de los «talibanes» al poder en Afganistán con sus consecuencias sobre el resto de los países de Asia Central, la radicalización del «hinduismo» en la India y su tácita alianza con los Estados Unidos frente a China, la creación del AUKUS (Australia, Reino Unido y Estados Unidos) y la provisión de submarinos atómicos a Australia, los progresos de la fuerzas de izquierda en varios países de Sudamérica.

Y mirando a Europa, las dudas surgidas en torno al rol de la OTAN, el debilitamiento de la UE como producto del surgimiento de movimientos nacionalistas de extrema derecha en varios países miembros que ponen en duda algunos de sus principios básicos y el fin de las esperanzas de grandes acuerdos transatlánticos o en el Pacífico. También forma parte de esta situación el debilitamiento e incluso la pérdida de credibilidad de buena parte de los organismos internacionales, comenzando por el sistema de Naciones Unidas pero también el debilitamiento de la OMC, que fuera una de las bases de la estructura jurídica de la globalización.

Además, hoy ya no están en Europa los grandes líderes que conoció Merkel al comienzo de su mandato o durante buena parte del mismo. Y que la ayudaron a afrontar tantas dificultades. Ya no hay un Jacques Chirac, un Tony Blair o un David Cameron, un José Luis Rodríguez Zapatero o un Mariano Rajoy, un Kosta Karamanlis o un Yorgos Papandreu, un Romano Prodi o un Silvio Berlusconi, por muy discutibles que fueran muchos de ellos. Solo queda Mario Draghi con un perfil de liderazgo sereno y constructivo en la Europa de hoy. Para colmo, ya no hay más un Papa alemán.

Detrás de esta gran pantalla, tres temas de primer nivel y que sin duda jugarán un rol importante en las futuras decisiones del próximo gobierno alemán o incluso en su propia constitución: el cambio climático (que se hizo fuertemente presente en Alemania, poco antes de las elecciones, con las grandes inundaciones en la cuenca del Rhin), la sensación general (verdadera o no pero presente en muchas sociedades europeas) de que la globalización y la prosperidad han aportado mayor desigualdad social y la incertidumbre sobre el futuro del empleo, los métodos de trabajo y las condiciones de vida que trajeron los progresos tecnológicos que aceleró la pandemia y que posiblemente depararán nuevos grandes cambios en el futuro próximo.

Estas inquietudes parecen haber estado presentes en los resultados de la última elección. Los dos grandes partidos perdieron buena parte de su electorado. Los votos faltantes fueron al Partido Verde, a los liberales y a la extrema derecha. Y las encuestas pusieron en evidencia que la juventud votó principalmente por los verdes y los liberales y que en el Este (el territorio de la vieja RDA) algo ha quedado sin resolver: el voto que antes iba la izquierda comunista ahora ha pasado a la extrema derecha.

Más aún, el resultado del referendum que tuvo lugar en Berlín demostró la existencia de una fuerte mayoría a favor de la expropiación de viviendas propiedad de consorcios inmobiliarios. Son signos de descontento en un país caracterizado por el éxito económico y un elevado grado de armonía social, basados en la continuidad de políticas económicas «ortodoxas» pero valoradas por la sociedad.

El impuesto a los ingresos personales era del 42% cuando Merkel llegó al poder, hoy es de 45%; el de las empresas era del 33,8%, hoy es del 30%; los aportes previsionales de las empresas y de los trabajadores eran del 20% y hoy siguen en el mismo porcentaje. Como parte de estas políticas el gasto público solo alcanza al 19% del PNB.

Esto permite que la formación de capital sea ligeramente superior al 20% y que el sector externo (gracias a las elevadas exportaciones) aporte otros 7 puntos a la conformación del PNB. Por ello y a pesar de la pandemia, hoy el desempleo alcanza solo al 3,4% de la población activa, el salario horario está en su máximo histórico (9,5 euros por hora) y después de una caída del PNB del 11,3% en medio de la pandemia, el rebote al segundo cuatrimestre del 2021 ya llegaba al 9,4%.

Merkel fue electa canciller en un mundo complejo y pleno de certezas. Se va cuando ese mundo es diferente, quizás más complejo y cargado de incertidumbres, pero ha podido guiar a su país, a través de esa difícil transición con éxito y dejándolo en mejores condiciones que el que encontró en 2005.

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